Cine Capri
El subterráneo más caliente y “tóxico” de la capital
Por Fernando Zúñiga P.
“Embajadora sexual”, “Voces del placer”, “Secas para el sexo”, “Sueños mojados” son algunos de los títulos que se exponen con carteles y anuncios, nada parecidos a los de las grandes cadenas de cines, en las afueras del arcaico Cine Capri. La curiosidad mató al gato, dicen algunos. Y por averiguar qué escondían esas antiguas y roñosas salas, me adentré en ésta peculiar vida, que aunque no lo crean muchos tienen, principalmente los picarescos oficinistas, que después de una mañana ajetreada van y buscan alguna que otra película pornográfica para recrear la vista.
Recorrí cerca de treinta minutos, con mis dos colegas, para encontrar un cine pornográfico. Risas iban y venían, debido a la imagen que uno tiene de estos cines explícitamente para adultos.- ahí hay uno- dijo uno de ellos. No hacía falta que lo dijera. Desde más o menos seis cuadras se podía visualizar un cartel extremadamente gigante que decía –CINE PARA ADULTOS, PELICULAS XXX-. Entramos a la galería.
-Pasemos rapidito por el cine porno y vemos que se presenta- dije. Al rato estábamos al frente de las boleterías. -¿Cuánto costará la entrada?- pregunté a mis dos colegas. Anda a ver tú – respondieron.
- Mil quinientos cuesta la entrada - dije. Juntamos el dinero y comenzó la elección de quien debía ir a comprarlas. Como yo era quien debía realizar la investigación y escribir el reportaje tuve que ir. Cuatro mil quinientos era el total de las tres entradas.
El cine está en medio de una galería, ubicado en Monjitas 879, por lo que el ir y venir de la gente no paraba nunca. El empacho que sentí cuando me dirigía a la boletería hizo que me bajara estrepitosamente un ataque de risas, acompañado de un sonrojado rostro. Camine hacía ahí y mi vergüenza provocó que siguiera de largo. Me hice el loco, saque el celular y empecé a hacerme el tonto, como si llamara a alguien. Minutos después, decididamente fui al mesón cubierto de vidrio, donde se encontraba una veterana que bordeaba los setenta años, bien arrugada, más bien parecía una “fruncida pasa”.
-Quiero tres entradas- dije.- ¿Para el Nilo o Mayo?- exclamó la señora. – ¿Que es eso?- le pregunté con una voz entre sorprendido y nervioso-. – Son donde se ubican las salas- señaló la anciana, que con ojos fijos miraba mi rostro, como diciendo; Este debe ser un novato. ¿Quienes entrarán? Preguntó en un momento la fisgona mujer arrugada y de cabellera blanca. – Ellos dos y yo- dije con seguridad. ¿Son grandes? preguntó la incrédula viejecilla sentada en su silla cortando los boletos. No respondimos la interrogante. Al rato nos entregó los boletos y nos indicó el subterráneo por donde bajamos.
Las escaleras rojas llegan a la sala
No es por ser melodramático o miedoso, pero al pisar el primer escalón de la gran escalera, cubierta con una alfombra rojiza, mi nerviosismo se comenzó a acrecentar. Mi exhaustiva sensación de desasosiego no era obviamente, por el solo hecho de entrar a ver una película porno. Somos hombres, quien podría decir que no ha visto una película XXX. Nadie al parecer. Esa sensación se traducía en el interés o tal vez el miedo de encontrarse con individuos o situaciones extrañas. Cosas que en mi cabeza sabía que pasaban, pero que era distinto vivirlas en el lugar de los hechos.
Bajé cerca de 40 escalones hasta llegar al funcionario, que con cara de califa, caliente, pajero o como se le quiera decir en buen chileno, recibía y cortaba los boletos que con “tanta rapidez” nos dió la anciana de la boletería. Inmensas murallas encerraban las salas que se encontraban en el subterráneo de la galería.
Al frente del sujeto que recibía los boletos, se encontraba un kiosco muy surtido, que incluso vendía las famosas Pop Corn. Como las cocinaban, vaya a saber uno, pero mejor no imaginárselo. Este era atendido por una curiosa señora, que al bajar las escalinatas junto a mis colegas, nos plató una mirada, de esas que te dejan la impresión detestable del “que estará pensando esa vieja”. -¿Que vendrían a hacer tres universitarios a un cine para viejos calientes, como decía en un lugar de la sala?- exclamé aludiendo a lo que posiblemente pensaba la mujer.
Seguimos bajando escaleras, sin antes ver a tres veteranos canosos sentados en una banca con rostros de saciedad de tanto ver “erotic movies” y con unos ojos que dejaban la sensación de estar cansados, daba para pensar. En fin bajamos y frente nuestro, a un costado izquierdo se encontraba la entrada de la sala. Íbamos en el último escalón, que conectaba con la sala porno, cuando sale un negrito con cara de usurero y de mala clase, con un chaquetón gris acomodándose sus genitales frecuentemente, como si tuviera sarpullido. Más bien se asemejaba al vestir del Inspector Gadget. Su salida de la sala fue tan repentina que me asustó.
Mientras arriba la vida transcurría, en el subterráneo los “calientes” se divertían.
-Por donde se entra- pregunté a mis amigos. No sabían, estaban tan aturdidos como yo. Las cortinas largas, rojizas y pesadas no indicaban por donde pasar. No sabía que hacer, así que abrí los cortinones, sin antes chocar con uno de los cuidadores, guardia de mala clase o acomodador, que se deleitaba una y otra vez con las películas que pasaban. -No estará cansado de estas cosas- me pregunté inconcientemente.
Todo era oscuridad, no se veía absolutamente nada, a excepción de la pantalla que daba una de las películas. – Prende el celular para que veamos, no se ve nada- señale a un colega. Mire hacía atrás y de repente me imagine que mi compañero no era el que estaba detrás. –Eres tu Matías- pregunté. – Sí- contestó de inmediato-. La tranquilidad volvió a mí. Era capaz de arrancar si no era mi colega el que no estaba al lado mío.
Encendidos los celulares, para ver donde estábamos pisando y donde nos sentaríamos, buscamos un lugar bien atrás, “Por si las moscas” como dice el dicho, haciendo referencia a que algo nos podía suceder. Sentados ya, empezaron a correr los créditos.- nos cagaron dijo uno de mis compañeros-. Se prendieron las luces y había cerca de quince “calientes” viejecillos en las dispersas sillas de la sala. Como no se movían, presentimos que venía la otra película.
Butacas de madera con rasguñotes y manchas, quien sabe de que sustancia, techo quebrajado, luces amarillentas, afiches con los estrenos que reproducían, como por ejemplo “Entrenador animal dos” y persianas de metal, si es que lo eran, conformaban “la espectacular sala de última generación” del cine.
Crujían las sillas y los ruidos sospechosos no esperaron para hacerse oír. A lo lejos un individuo leyendo el diario, casi tapándose la cara para que no lo vieran esperaba la película. En el lado izquierdo una seguidilla de “californianos” encendiendo cigarros. Atrás de mi tres “guardias” que vigilaban la sala.
Se apagaron nuevamente las luces y comenzó la acción “caramba”. En el instante en que iniciaba la película, individuos entraban y salían con gran habilidad y rapidez. Al parecer conocían bien el lugar, porque nosotros no distinguíamos nada en esa penumbra.
El film no llevaba más de veinte minutos cuando dos individuos abandonaron raudamente la sala. -No les gustó la película, ya la vieron, satisfacieron su placer- pensé en el momento.
Transcurría la película. La protagonista era una joven de melena rubia, que jugaba y hacía actos eróticos con sus genitales cubiertos por una media rosada cuadrilles. Bajaba las escaleras y le jugueteaba al sujeto que la estaba filmando. Se dirigen a la piscina y ésta le pregunta al sujeto – quieres verme mojada-. –Claro- respondió el sujeto haciendo gemidos y señalándole a la muchacha que se mojara sus partes íntimas.
Los ruidos iban y venían. Mi estado era tenso. El ruido de las butacas crujía. Acomodación de genitales es lo más probable o también masturbaciones. El encierro era insoportable, el olor de la sala, de la humedad, además de los “tóxicos” que emanaban seguramente los individuos, con los ojos bien puestos en el actuar de la protagonista de la películas, mareaban a menudo.
-Así ah ah, hazlo bien, más abajo, que rico, te gusta, penétrame- eran algunas de las cosas que se podían escuchar y ver en el disgustante cine porno. Mientras yo me retorcía del ambiente maloliente que había dentro, otros picarones, frecuentes de este Cine, se acomodaban, arreglaban, jugueteaban, y tal vez hacían verdaderas montañas rusas con sus miembros. Esto era solo algunas de las cosas que se podían oír mientras avanzaba y actuaba la sedienta chica de las medias rosadas que calentaba al camarógrafo.
Mi instinto periodístico se hacía presente en cada momento. Mis manos solo querían tomar la cámara digital que llevaba en el bolsillo para registrar alguna situación. Tres tipos me acechaban a mi espalda, así que mi instinto de Tom Cruise en Misión imposible, salió a flote. No sabía como acomodarme para que no vieran la cámara que llevaba y que estaba lista para capturar alguna fotografía. Mochila encima de las piernas, paradas de pie en algunas ocasiones fueron algunas de las posiciones que tuve que hacer, para poder registrar algunas imágenes sin que me pillaran. En caso de ser descubierto, de patitas en la calles, de inmediato, no hay que pensarlo.
El oficinista que se hacía el “huevón”
Esperando decidirnos a entrar, mi punto fijo se centró en un oficinista que en buen chileno, se hacia el “Huevón” para que nadie lo viera comprar la entrada para su cachonda película pornográfica.
Era el típico santiaguino “califa” de edad, calvo, un poco “entradito en carnes”, con un maletín negro entre sus manos. Él ya nos había divisado en la boletería. Al parecer se persiguió. Compró y bajó de inmediato. Nunca imaginó que me encontraría junto a mis dos colegas, sentados en la sala porno antes de su entrada.
Pasaron lo minutos y el calvo regordete, pasó raudo por al lado de nosotros. Al parecer no se dió cuenta. Pero no pasaron más de dos minutos y miró a su izquierda. Estábamos sentados atrás de él. Repentinamente empezó a encoger los hombres y a agacharse para que no lo viéramos. Nerviosismo y vergüenza lo describía en el momento. – Que vergüenza que unos pendejos huevones estén viendo a un viejo caliente viendo una película cachonda- pensé en un momento que decía el calvo.
En el transcurso de la película el calvo estaba rígido, no hacía nada. Al parecer por la vergüenza que puede haber despertado al ver sido captado en la entrada. A los cincuenta minutos decidí salir de la sala junto a mis compañeros, para suerte del calvo. Que alivio para él. -Se iba a relajar lo suficiente para satisfacer sus placeres, que quedaron stand by cuando estábamos en la sala- pensé.
En el inodoro “todo pasando”
Me paré de la butaca junto a mis colegas y asqueados emprendimos rumbo a las afueras del cine. Nos sentíamos sucios, asquerosos, virulentos. Solo queríamos lavarnos las manos.
Subimos las escaleras que daban a los baños. Hombres a la izquierda y por si una mujer quisiera también expandir sus deseos “cachondos”, después de unas horas de pornos, a su derecha se encontraba su “higiénico” baño, vigilado por una horrenda mujer de pelo negro desordenado, de “patas cortas” y con un vestir poco llamativo. Parecía una prostituta de escasos recursos.
Me lavé las manos, sin tocar el tocador rancio que expelía olores indescifrables, y mojé mi cabeza. Mis colegas hacían lo mismo. Con un raro y chistoso rostro, un compañero apuntaba hacía un baño cubierto por unas puertas. Mi risa no se podía contener. Podíamos ver cuatro pies, bajo el umbral del WC. Al parecer eran dos hombres, que tenían sexo. De que forma ni imaginárselo. El ruido de nuestra presencia los alerto. Y de la nada desaparecieron dos pies. Al parecer uno de los sujetos se encontraba encima del inodoro, por que desde el lavamanos, cercano a la puerta, se visualizaban dos pies en “puntillas”. Para que decir el ruido que emanaban y las respiraciones que iban y venían. No podía más.
Lo repugnante de la situación, me llevó a salir del cuartucho donde los tipos mantenían sexo, sin antes, como buen reportero, obtener una fotografía que sirviera como evidencia, y todo gracias a la “camarita amiga” que ocultaba en mi pantalón.
Salí entre risas y una sensación de asco me invadió. Rapidito subí las escaleras para no volver a pisar el sucio y repugnante Cine Nilo, asociado al Cine Capri y vislumbre una señalética que decía salida. -Por fin salimos del cine porno cachondo de mierda - dije. Regrese a la realidad, al Centro de Santiago, comerciante, activo, que trabaja, se mueve, pero donde en los subterráneos se encuentran las butacas mas calientes a espera de un excéntrico amante de las pornos.