
Las ferias de libros a menudo se han convertido en un lugar de encuentro para aquellos cultos y amantes de la literatura, que anhelan y se maravillan con los centenares de ejemplares que los esperan con ansias. Pero en este cúmulo de gentío siempre se encuentra el curioso, que pregunta, recorre y reclama por los precios y al final no compra nada. Y esto no deja de ser el caso de la Feria del libro realizada en la Plaza de Armas.
Subo presuroso las escalinatas del metro, para apreciar una verdadera feria del libro. La alegría de saber que uno de mis autores favoritos podría encontrarse en el recinto aumentaba mi éxtasis. El flashback de mi mente recordaba noticias anteriores. Iba a ser un excelente acontecimiento cultural. Los jóvenes podrían conversar con sus autores. Esa era la impresión.
El ruido se parece apoderar del ambiente. Garabatos, risas y descontento se pueden oír desde el momento que se pisa la alfombra rojiza. A lo lejos se puede escuchar una pieza de cueca y una voz aguda, solicitando donaciones de sangre.
Los visitantes son variados. Casi ninguno cumple con el perfil de un lector y menos el de un aficionado. Esos que no les importa cuanto cuesta un libro. Esos que aman la lectura.
Colegiales, universitarios, señoras con pinta de pudientes, son algunos de los personajes que podemos encontrar. Su estadía puede parecer corta, pero en ese miserable tiempo son capaces de regatear, recorrer la feria entera y hasta enojarse, sin antes llevarse un grueso cúmulo de folletos, simulando haber comprado muchos textos. Si de algo estoy seguro es que éstos son el gran dolor de cabeza de los vendedores.
Las opiniones de los visitantes estaban divididas. Por un lado estaban los individuos que encontraban que el evento era una oportunidad espectacular para comprar libros y por el otro los que consideraban que los precios de los textos eran muy costosos. No faltaron los que en su momento, a tono de burla, expresaron que era mejor comprar libros falsificados o fotocopiados en San diego.
La gente, a ratos colapsaba el lugar. El ambiente de compra y búsqueda de libros se volvía poco grato. Empujones e interrupciones eran muy recurrentes.
Los libros que con deseo eran buscados se escondían tras el desorden creado por los visitantes. El manoseo de estos era increíble. Nadie decía nada. Los mercaderes, al parecer hacían vista gorda de lo que sucedía a su alrededor. Uno podía verlos conversando de cualquier otra cosa, menos de libros. La simple pregunta de cómo es este texto o este otro, colapsaba sus mentes y lo único que decían era -no lo he leído- o hacían como que no escuchaban.
Chile tiene mucho que envidiar a feria extrajeras, estas son verdaderas fiestas literarias. Premios, entrevistas y conversaciones con autores destacados las hacen inigualables. El espíritu lector de los extranjeros y su curiosidad intelectual, no se compara con la del chileno medio.
A fin de cuentas. La feria de la Plaza de Armas, fue hecha a su medida. Para un público que no lee ni compra, solo mira. Quizás solo hubiera bastado con 4 stands de libros. La concurrencia hubiese sido la misma. Al parecer el valor y la importancia del libro se esta perdiendo.
buena buena!
ResponderEliminarvamos subiendo nomás... y ahí nos vamos escribiendo.
nos vemos!
Jajaja Posteame.
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